La fragilidad humana desde su mundo nocivo: sobre la interrumpible continuidad del existir

Human fragility from its harmful world: on the interruptible continuity of existence

Felipe Johnson

Universidad de La Frontera, Facultad de Educación,
Ciencias Sociales y Humanidades, Chile

Resumen

Este artículo abordará la fragilidad humana recorriendo el camino que comienza desde las cosas inmediatas hasta llegar a caracteres propios de nuestra existencia en cuanto frágil. Con la ayuda de Séneca y Binswanger, y en el horizonte de las reflexiones existenciales de Heidegger, mostraremos cómo el carácter nocivo de las cosas cotidianas depende de un rasgo inherente al existir como es su interrumpible continuidad. Por esta vía, y recurriendo a Aristóteles, señalaremos que una experiencia de nuestra propia continuidad e interruptibilidad se alberga en una auto-relación del existir con su íntegra concretud, es decir, con su más concreta relación corporal con el mundo. De esta manera, nuestra fragilidad será entendida existencialmente como horizonte de la apertura de nuestro mundo en su nocividad y, a la vez, como horizonte de una experiencia de nosotros mismos como amenazados, ya sea por la enfermedad como por la muerte.

Palabras clave: fragilidad, existir, ser corporal, continuidad, interruptibilidad.

Abstract

This paper will address human fragility by following the path that begins from the immediate things to reach the characteristics of our existence as fragile. With the help of Seneca and Binswanger, and in the horizon of Heidegger’s existential reflections, we will show how the nocuous character of daily things depends on an inherent feature of existence itself as is its interrumptible continuity. In this way, and resorting to Aristotle, we will point out that an experience of our own continuity and interruptibility is based on a self-relation of existence with its whole concreteness, that is, with its most concrete bodily relationship to the world. So, pur fragility will be existentially understood as the horizon of the opening of our world in its noxiousness and, at the same time, as the horizon of an experience of ourselves as endangered, whether by illness or death.

Keywords: fragility, existence, being bodily, continuity, interruptibility.

1. El camino a la fragilidad humana desde nuestra dramática existencia

“¿En qué radica este olvido de la situación tuya y de la general?” (Séneca 1995, p. 341), pregunta Séneca a Marcia, consolando a la madre que ha perdido a su hijo, sumida en el dolor de su muerte por tan prolongado tiempo. “Has nacido mortal –continúa–, has concebido mortales: tú misma, un cuerpo podrido e inerte, y lleno de embriones de enfermedad, ¿has esperado traer algo fijo y eterno a tal frágil materia?” (Séneca 1995, p. 341).

Llama la atención cómo el consuelo de Séneca a Marcia no consiste en apaciguar a la mujer restando importancia a la muerte misma. Por el contrario. Porque su dolor parece nutrirse de la más radical incomprensión de su íntima naturaleza humana, se hace necesario que ella tome conciencia, de una vez por todas, de su propio carácter mortal como el único asunto al que atender. Marcia, en efecto, debe aprender que el sufrimiento ante la pérdida de su hijo sólo puede ser sobrellevado cuando ella se confronte con aquello que implica ser humano. Por ello, Séneca le pregunta, sin hablar ya de su hijo, sino de lo humano en general: “¿Qué es el hombre?” (Séneca 1995, p. 341). Y en seguida responde: “Un recipiente, quebrantable mediante cualquier sacudida y cualquier golpe. No es necesaria una gran tempestad para hacerte estallar. Donde quiera que choques te deshaces” (Séneca 1995, p. 341), e insistiendo en su pregunta “quid est homo?”, precisa: “Un cuerpo débil, quebrantable, desnudo; por naturaleza, sin armas; necesitado de auxilio extranjero; encomendado a todo maltrato del destino” (Séneca 1995, p. 341).

Esta es, pues, la estrategia de Séneca para consolar a Marcia: recordarle su propia condición humana, así como la condición humana general, pues es su olvido precisamente aquello que aviva su malestar. Ante el sufrimiento de Marcia es su propia quididad la que exige hacerse manifiesta, porque una comprensión de la misma puede llevarla a entender que la muerte es algo esperable de lo humano, como ya lo habría expresado un Anaxágoras, quien –se dice–, enterándose de la muerte de su hijo, habría exclamado sereno: “sabía que había engendrado a un mortal” (Anaxágoras 1985, p. 311). Así, Séneca, por su parte, ha de recordarle a Marcia que lo humano radica en ser una criatura que existe expuesta a su indefectible destrucción. Entonces, si al ser humano le pertenece una esencial disposición a ser quebrantado, ¿por qué su hijo, humano como ella, debiese eximirse de tal destino?

Mas la pregunta que uno podría plantearse, en este contexto, es: ¿en qué perspectiva se sitúan las reflexiones de Séneca para que este pudiese acceder al ser humano de modo que tal carácter quebrantable pudiese hacerse visible? La respuesta, a nuestro juicio, se halla en la manera como este mismo le enseña a Marcia a observar al hombre. Éste pregunta: “¿Pues, tal vez se requiere una cosa extraordinaria para derribar al hombre?” (1995, p. 343) Y en seguida advierte: “Olor y sabor, cansancio y vigilia, comida y bebida, todo aquello con lo cual este no puede vivir, resulta para él mortífero” (1995, p. 343). Así, lo que Séneca parece describir es, ante todo, una paradójica condición: el hombre vive gracias a lo que le resulta mortal y muere en virtud de lo que le es vital. Una paradoja que bien podría entenderse como dramática. Y es que su existencia parece traducirse en una vida sufriente y heroica en cuanto vive gracias a las cosas del mundo, pero, en su estar junto a ellas, debe superar, a la vez, su nocividad para continuar con vida, expuesto a su constante destrucción. Una existencia dramática, decimos, que no podría haber sido observada si antes no se hubiese mirado al hombre desde una perspectiva del todo particular. Y es precisamente tal perspectiva la que nos interesa del consuelo de Séneca en la medida en que sugiere un camino propicio para ponernos de cara frente a nuestra propia fragilidad. Esta, pues, parece hacerse evidente para Séneca constatando precisamente, como punto de partida, que aquel mundo en el que el ser humano vive y muere es de suyo vital y mortal. La de Séneca, podemos decir, es una reflexión sobre el hombre en su más concreto estar junto a las cosas del mundo, mas entendiéndolas ya en tanto que nocivas. Y así, desde una comprensión de la vida acaeciendo en un entorno riesgoso es que este parece poder hallar una vía para mostrar a Marcia su propia destructibilidad y, con ello, la de su hijo. En efecto, desde Séneca aprendemos que la ocasión de tomar conciencia de nuestra fragilidad, así como Marcia misma debiese hacerlo, parece factible si la vida del ser humano es observada a partir de su exposición riesgosa ante su mundo. Pues desde ella es que el camino hacia nuestra inherente fragilidad queda despejado: el hombre no podría ser destruido por lo vital, ni vivir gracias a lo mortal, si a su propia naturaleza no le perteneciese una disposición a ser destruido. Por tanto, siguiendo esta vía, ya es posible caracterizar la quididad humana, como lo hace Séneca, como un cuerpo endeble y frágil.

He aquí, pues, el camino de sus consideraciones y la ventaja de comenzar una reflexión acerca de nuestra fragilidad desde él. Observar al hombre en medio de un mundo lleno de riesgos, es aquel índice metódico que nos ofrece Séneca para emprender una discusión sobre nuestra intrínseca fragilidad. Desde nuestra relación con las cosas, esto es, con los olores, sabores, comidas y, en suma, con todo aquello en torno a lo cual vivimos y que, permitiéndonos vivir, nos hace también morir, nuestra lábil condición se manifiesta. Las reflexiones de Séneca arrancan, decimos, desde la nocividad del mundo, porque es tal nocividad la que asegura una experiencia de lo humano mismo en su quebrantable situación mundana. Y, por ello, en un intento de reflexionar sobre nuestra fragilidad, parece del todo necesario asegurar y delimitar aún mejor esta perspectiva.

Esta será, pues, la vía que seguirán las presentes discusiones. Atendiendo a nuestra fragilidad como un carácter que puede ser advertible desde la nocividad del mundo que habitamos, quisiéramos indagar, en concreto, en qué radica ella misma. Desde la perspectiva de nuestra vida en un mundo nocivo quisiéramos, entonces, comprender en qué sentido la fragilidad le es constitutiva al ser humano y cómo es que ella se aloja en los fundamentos de su existir. ¿Cómo ha de ser entendida, pues, existencialmente nuestra fragilidad tomando este camino? Ciertamente, esbozar una respuesta no es fácil. Pero la vía que nos enseña Séneca parece ser propicia para conseguir un acceso conveniente a ella y es en su dirección que quisiéramos abordarla. Mas, ¿cómo recorrer este particular camino hacia nuestra inherente fragilidad? Esto es lo que debemos discutir a continuación.

2. Mundo nocivo y existencia frágil: la interrumpible continuidad del existir humano

Entonces bien, la reflexión sobre nuestra fragilidad, decíamos con Séneca, ha de comenzar desde el drama de nuestro existir junto a las cosas del mundo, las mismas que, permitiéndonos vivir, pueden resultarnos mortales. Así, nos vemos exigidos a abordar primero el mundo mismo en su nocividad como paso inicial, como inicio del camino hacia nuestra propia fragilidad. ¿Es legítimo, empero, este modo de proceder? ¿No es acaso el mundo algo distinto de nosotros y, por lo mismo, nada de lo que digamos de él puede contribuir a una comprensión de nosotros mismos?

A nuestro juicio, el paso desde la nocividad del mundo hasta el realce de un carácter de nuestro existir como es su fragilidad sólo puede ser factible en la medida en que estas reflexiones eviten entender que existir y mundo son dos instancias en sí, completamente autónomas la una respecto de la otra. En lo que sigue deberemos comprender, en efecto, que el existir humano y su mundo son parte de un mismo fenómeno. Por ello, nuestro intento será pensar el problema de nuestra fragilidad entendiendo que los límites que configuran lo humano son, a la vez, límites configurativos de su propio mundo, un mundo, en efecto, que es lo que es en el horizonte del despliegue de nuestra propia existencia.

Como es sabido, esta ha sido precisamente la vía que la fenomenología ha ensayado. Ha sido Heidegger, por ejemplo, quien, destacando una unidad fundamental entre existir y mundo, hace énfasis en el sentido metódico que tiene una consideración de las cosas inmediatas en beneficio del realce de rasgos esenciales del propio existir. En Sein und Zeit leemos: “Ontológicamente el ‘mundo’ no es una determinación de aquel ente que por esencia no es el Dasein, sino un carácter del Dasein mismo. Lo cual no excluye –continúa– que el camino de la investigación del fenómeno ‘mundo’ deba pasar por el ente intramundano y por su ser” (Heidegger 2001, p. 64). En efecto, en tanto que el existir siempre es tal en el mundo y siempre en medio de las cosas del mundo, se vuelve metódicamente decisivo para el análisis existencial comprender aquella “mundaneidad” que caracteriza al mismo existir desde una comprensión de las cosas que le circundan. Y es que, en palabras de Heidegger, “mientras más avancemos, pues, en la comprensión del ser del ente intramundano, tanto más amplia y segura será la base fenoménica para poner al descubierto el fenómeno del mundo” (2001, pp. 76-77). Por tanto, desde la aparición del ente intramundano inmediato, caracterizado por Heidegger como “útil” (Zeug), las consideraciones existenciales pueden “iluminar” (aufleuchten) (2001, p. 72), dice este, en su aparecer fenoménico, la mundaneidad del propio Dasein. Esta es la razón por la cual aquellos caracteres que puedan ser realzados de las cosas circundantes inmediatas han de ser entendidos siempre en una íntima dependencia con la relación que el mismo existir concreta en su trato con ellas y, por ende, tales caracteres pueden ser ahora considerados como índices de determinados momentos del mismo existir en tanto que este ha permitido su articulación y manifestación.

Sin embargo, siendo Heidegger quien indica que una comprensión del propio existir puede realizarse a partir de las cosas circundantes, es necesario advertir también que sus análisis respecto de ellas no convienen del todo a nuestras pretensiones. En efecto, aquellas caracterizaciones heideggerianas sobre el útil no son realizadas en vistas a lo que nos proponemos indagar: la fragilidad humana. Realzando su constitución fáctica según un “algo, para...” (etwas, um zu...) (Heidegger 2001, p. 68), Heidegger no parece dar primacía a esa nocividad de las cosas inmediatas que nos es requerida examinar como inicio de nuestras consideraciones. El útil heideggeriano, como el martillo, es tema de análisis fundamentalmente desde la pretensión de realzar en el existir una ocupación (Besorgen) con los entes intramundanos que finalmente dirijan la atención al ser del Dasein como cuidado (Sorge). En sus palabras: “El término [ocupación (Besorgen)] no es elegido porque el Dasein sea en cierto modo, por lo pronto y en gran medida, económico y ‘práctico’, sino porque el ser del Dasein mismo debe ser hecho visible como cuidado (Sorge)” (2001, p. 57). Empero, desde tal perspectiva temática no se hace visible nada así como un eminente “riesgo” por parte de las cosas con las cuales trata el individuo en su vida corriente, y esto, principalmente, porque las cosas del mundo son realzadas sólo como lo que se encuentra a disposición del Dasein para que este, en su trato con ellas, se realice en la posibilidad que ha de ser.

Es por ello que, si nuestro intento es el de recorrer el camino desde las cosas que nos circundan a la fragilidad humana, se hace necesario examinar alguna experiencia que considere este recorrido con pretensiones más cercanas a las nuestras. Este es el caso, como lo queremos mostrar, de las reflexiones de la psiquiatría fenomenológica de Binswanger. Precisamente, refiriendo a la unidad entre existir y mundo como el fenómeno fundamental para comprender qué tipos de modificaciones del existir configuran determinados cuadros psiquiátricos, su esfuerzo es el de centrar la atención en lo que él llama “contenido del mundo”. Así, en su escrito Sobre la dirección de investigación daseinsanalítica en la psiquiatría (1946) este aclara: “por contenido del mundo entendemos, entonces, el contenido en hechos con carácter de mundo, es decir, advertencias acerca de cómo la forma o configuración del existir descubre mundo, proyecta y abre el mundo y es o existe en el respectivo mundo” (Binswanger 1994, p. 243).

Suscribiendo, como se advierte, los planteamientos heideggerianos respecto de una comprensión del existir desde su propio mundo, pero a la vez, atendiendo a casos vivenciales concretos a los cuales la práctica psiquiátrica tiene acceso, el pensamiento de Binswanger parece brindar un suelo de reflexión más adecuado para que la nocividad del mundo se haga patente. Es el caso, por ejemplo, de una niña de cinco años, quien, patinando en el hielo, sufre un accidente debido a que uno de los tacos de su patín se atasca y termina por quebrarse. Dicho accidente dará ocasión para que, en su adultez, ella sea víctima de severos trastornos de angustia e inmovilizantes delirios de impotencia (Binswanger 1994, p. 245). Así, el cuadro angustioso que sobrevendrá a la mujer de ahora veintiún años se traduce en una completa inseguridad respecto a los tacos de sus zapatos. A ella se le haría imposible caminar al sentir que estos no están debidamente asegurados, y no puede soportar que alguien los pueda agarrar o que incluso se hable de ellos. Los tacos, en efecto, deberán estar clavados a sus zapatos como condición mínima para su empleo.

Nos hallamos, pues, frente a la experiencia de un objeto cotidiano, como son los tacos de los zapatos, como contexto de la irrupción de una angustiosa crisis en el existir. El caso referido por Binswanger es sumamente sugerente, en cuanto ya nos dice algo del modo como el contenido de las cosas del mundo tiene una particular posibilidad de aparecer. En efecto, es la “materialidad” misma del taco la que acá se presenta desde un carácter fundamental como es su fragilidad. Es aquella dureza del taco, podríamos decir, la que aparece ante la mujer como una solidez ante todo quebrantable y es dicho aparecer el que no le brinda a ella garantía alguna de que no termine por ceder y romperse de improviso. Es en este episodio donde se advierte, por lo pronto, que determinadas propiedades de las cosas, como puede ser ahora la solidez, no refieren precisamente a una condición autónoma de ellas respecto de un existir particular. La solidez, en efecto, no es una propiedad que necesariamente se aparezca como garantía de la resistencia, sino que, justamente, esta alberga también la posibilidad de presentarse como quebrantable y, en este sentido, como un eventual riesgo para el existir. No hay, podríamos decir, una dureza absoluta, sino siempre una tal o cual, en la medida en que sea descubierta por un existir en una muy particular relación con las cosas que le circundan.

Desde lo anterior, entonces bien, ya es posible vislumbrar la íntima dependencia entre las propiedades cósicas del mundo y aquel existir para el cual tales propiedades son. Parece ser propio al existir hacer comparecer al ente con el que trata desde una determinada perspectiva, como sería, por ejemplo, la utilidad, en el caso de Heidegger, o el riesgo, en el de Binswanger. Ahora bien, en la dirección de cualquiera de ambas perspectivas, las mismas propiedades cósicas, esto es, su más concreta materialidad, se presenta ya articulada y vivida desde un sentido enfático preciso como puede ser el beneficio para lograr algo o el riesgo vivido como perjudicial. Y es esto último lo que se observa precisamente en el caso de la fobia a los tacos, como también en otros tipos de relaciones con el mundo inmediato como puede ser, por ejemplo, la preocupación obsesiva por la limpieza de las cosas domésticas. Aquí nuevamente la presencia del mundo se articula desde un énfasis perjudicial. “El polvo diario que se acumula sobre los muebles en el hogar refiere a que la limpieza y orden no es duradera”, dirá Alice Holzhey-Kunz (2001, p. 155), destacando precisamente que al mundo cotidiano le pertenece un inminente deterioro que puede desencadenar en el existir determinados cuadros de ansiedad. Ciertamente, es posible apartar el polvo o la suciedad de las cosas cotidianas para que ellas luzcan renovadas, pero el polvo y la suciedad mismos jamás serán eliminados de la vida diaria. Y justamente dicho aparecer polvoroso ineludible por parte de las cosas domésticas advierte sobre una inevitable corruptibilidad que puede volverse el horizonte central en el cual el existir se despliega. La obsesión por la limpieza, en efecto, nuevamente rinde cuenta de la presencia del mundo inmediato en tanto que riesgoso respecto de una indefectible destrucción.

Así, pues, es en estos casos donde las cosas del entorno muestran la posibilidad de constituirse en una presencia nociva para el existir. En efecto, ya sea en el caso de la fobia a la quebrantabilidad de la solidez de los tacos, o en aquella de la obsesión por resguardar las cosas cotidianas de su deterioro, se advierte cómo es que un mundo se configura en dependencia con un existir que ya le articula desde un énfasis tan particular como es su inminente corrupción. Y, más decisivo aún, ambos casos enseñan que tal corruptibilidad no es una propiedad autónoma, en sí, del mundo, sino que es un carácter del mismo que roba la atención y que se vuelve el eje vital para un determinado tipo de existir que ya vive tal corruptibilidad como nociva. Ambos casos, podríamos concluir, son modos en los cuales un proyecto de mundo se ejecuta (Holzhey-Kunz 2001, p. 155) y en los cuales se advierte la íntima unión entre existir y mundo, incluso respecto a propiedades cósicas como son la solidez y suciedad. Y es en este sentido que ahora podemos preguntar: ¿qué carácter del mismo existir es aquel que puede configurar un mundo vivido como nocivo en tanto que corruptible?

Es el mismo Binswanger quien aporta una categoría que puede volverse fructífera para comprender cómo las cosas inmediatas pueden ser vividas en su nocividad. Se trata de la categoría de “continuidad”, criticada por el mismo Heidegger, por cierto, por implicar una cosificación de la propia caída del existir en las cosas, obviando que ella es, más bien, “una manera de la caída y del caído (des Verfallens und Verfallenen)” (Heidegger 1994, p. 256). Y, sin embargo, a nuestro juicio, es lo que precisamente tal continuidad sugiere lo que brinda la oportunidad de indagar en un sentido eminentemente existencial a nuestra propia fragilidad. En efecto, por “continuidad” Binswanger entiende el “complejo continuo y conjunto” desde el cual el mundo aparece (Binswanger 1994, p. 246). Una continuidad que, por nuestra parte, queremos entender, ante todo, como una caracterización de la relación existencial misma con nuestro mundo y que resulta sugerente para pensar los casos de la fobia a los tacos o de la obsesión por la limpieza. Respecto del primer caso, Binswanger comenta dicha continuidad aclarando: “Esto significa un enorme estrechamiento, simplificación y vaciamiento del contenido del mundo, del total complejo de su entramado remitivo” (1994, p. 246). Y es que los casos descritos ponen de manifiesto una muy peculiar inflexibilidad por parte del existir en cuanto articulador del mundo y de su contenido. En ellos, en efecto, se advierte cómo el proyecto de mundo puede restringirse a una relación de trato con las cosas inmediatas, en la cual es sólo su continuidad lo que se vuelve el eje de atención central, sin que otros aspectos del mismo sean considerados y, por sobre todo, sin que el existir pueda ser libre ante tal perspectiva. En efecto, el mundo tiene la posibilidad de aparecer al existir sólo desde la preocupación de que este perdure, como si su interrupción fuese sumamente nociva.

Ciertamente, no es necesario que el mundo sea vivido únicamente desde la nocividad. En el caso de la consideración heideggeriana del útil, observábamos que, tomadas desde su “para qué”, algo así como lo riesgoso de las cosas inmediatas no se hace patente, pues la relación existencial desde la cual el ente inmediato aparece se configura, ante todo, en vistas a la posibilidad de contribuir al propio existir. Y, más aún, en el caso de que el útil fallara en su disposición a ser empleado, este llamaría la atención como lo que falta, o como lo que se resiste a ser utilizado (cf. Heidegger 2001, §16), pero tales posibilidades no tienen como centro aún su eventual nocividad. Y, sin embargo, esto es porque la disposición existencial que les descubre es una que ante todo se encuentra ocupada en su empleo en vistas a una tarea, mas no en un resguardo de que determinados útiles puedan resultarle, a su vez, dañinos. Mas, por su parte, cuando la disposición hacia las cosas es una que se cuida de no salir herida con su trato, es decir, cuando se centra en esta única perspectiva, podemos advertir que la nocividad sí puede tener lugar como carácter principal de la presencia de las cosas.

Es acá donde se observa que el trato del existir con su mundo inmediato no siempre ha de acaecer desde la empleabilidad, al modo como lo describe Heidegger, sino que al existir pueden pertenecerle otras posibilidades relacionales, como es, en efecto, la de resguardarse de las cosas cotidianas en tanto que inminentemente nocivas. Y es Binswanger quien brinda la ocasión de advertir que el existir puede también descubrirlas en el horizonte de una preocupación por mantener su propia continuidad junto a ellas. Y, por esta vía, es posible afirmar nuevamente desde Binswanger que tal relación con la continuidad de las cosas inmediatas puede volverse ahora el eje único de su trato, como se aprecia precisamente en la fobia de la mujer o en el caso de la obsesión por la limpieza. Mas, en tales casos, podemos observar que no se trata tan sólo de la continuidad, sino que lo que acá ante todo se hace manifiesto es la eventual interruptibilidad que puede pertenecerle a tal continuidad. Dicho de otra manera, siendo que todo existir se despliega como una relación con el mundo en tanto que continua es que, precisamente, su negación, es decir, su discontinuidad, puede acentuarse experiencialmente y viviendo a las cosas desde una continuidad ante todo interrumpible, es decir, anulable, el existir puede descubrir, a la vez, un mundo amenazantemente corruptible, en tanto que pone en riesgo su propia continuidad.

Este, por cierto, ya es un punto decisivo para nuestra discusión sobre la fragilidad. La nocividad de un mundo corruptible parece darse, según lo anterior, precisamente porque ella supone ser una amenaza respecto de un carácter tan propio del despliegue del mismo existir como es su propia continuidad. Mas, hablar de ella como carácter del existir está muy lejos de sugerir que el existir tiene una mera “duración” en un tiempo cronológico. Lo que se desprende de los casos anteriores es que el existir, en tanto que relación que abre y configura las cosas del mundo, es una tal relación que deja aparecer su objeto de trato primariamente contando con su permanencia junto a él. En otras palabras, la continuidad que aquí destacamos es una relación y no una condición de un objeto. El existir, por tanto, cuenta con que perdure esa relación de ocupación con su mundo que es él mismo y contando precisamente con su propia continuidad es que, a la vez, las cosas con las que este se ocupa son descubiertas como a su disposición a modo de garantía de la continuidad de su propia relación con ellas. Por ello, el existir cuenta también con que las cosas del mundo deben conservarse en lo que son. Y, sin embargo, en el caso de la mujer fóbica o en el de la obsesión por la limpieza, es dicho contar con la continuidad de las cosas inmediatas el que se modifica. Este se vuelve, en efecto, una exigencia inflexible de su mantención, precisamente porque no se trata de la cosa, sino de la auto-exigencia por parte del existir mismo de asegurar su propia continuidad. Es en tales casos, podemos decir entonces, que el contar con la continuidad de las cosas se vuelve, ante todo, inseguro, no garantizado, por lo cual este se afana ahora en una exigencia inflexible de perpetuidad, primero de las cosas, pero ante todo, de sí mismo, porque es su interruptibilidad la que se ha vuelto lo central como horizonte de su trato.

Y, si esto es así, entonces ya es posible entender aquel “estrechamiento” del mundo destacado por Binswanger. Mientras que el individuo cotidiano cuenta con la permanencia de su relación existencial con el mundo, él puede en todo momento considerar también su interrupción, sin que esto sea vivido como nocivo para él. El trato cotidiano, podemos decir, puede ejercerse sin que la continuidad sea el centro de su atención, pues se ejecuta en la seguridad de que ella, pese a eventuales interrupciones, siempre puede restablecerse. La continuidad, en este sentido, para el existir cotidiano, está garantizada, por lo cual, ni ella ni su interrupción son centros de la atención, ni ejes en la configuración del mundo en el que habita. El existir, en este sentido, se despliega libre para tratar con el mundo desde otros énfasis, como pueden ser su utilidad, su disposición estética, etc. Sin embargo, lo que atormenta a los tipos de existir acá mencionados es principalmente que tal relación primaria con el mundo redunde sólo en su continuidad, mas ya no como algo garantizado, sino, ante todo, según la posibilidad inherente a ella de interrumpirse. Y un existir, podríamos decir, que se ocupa del mundo fijado en la posibilidad de su interrupción, desespera de que tal interrupción pueda acaecer en cualquier momento. He ahí que la corruptibilidad de las cosas cotidianas sea vivida como nociva, a saber, porque, habitando en un mundo interrumpible, es el propio existir el que corre el riesgo también de anular la continuidad con la que cuenta su relación con el mundo.

Y es de esta manera que llegamos al centro de nuestra discusión sobre la fragilidad. Los casos presentados nos muestran cómo es que a partir de la aparición de las cosas cotidianas se hace patente un carácter que pertenece al despliegue de nuestro existir como es un contar con la continuidad propia, y que, podemos agregar, en determinados casos se vuelve una exigencia inflexible de la perpetuidad propia. Y hemos observado, a la vez, que en el primer caso la posibilidad de interrupción de la propia continuidad se asimila sin volverse un riesgo, porque esa continuidad es vivida como de suyo garantizada. Sin embargo, hemos dicho también que en otros casos, como la fobia a la fragilidad de los tacos o la obsesión por la limpieza, el existir puede fijarse en su propia interruptibilidad, lo que se concretaría en un trato con las cosas del entorno en tanto que una exigencia de mantención a toda costa de las mismas, i.e., como un afán inflexible de garantizar su continuidad. Así, ambos modos del existir ayudan a advertir que caracteres como continuidad e interrupción pueden ser pensados como dos momentos inherentes a su despliegue, en tanto constituyen el sentido mismo como este se realiza, a saber, como horizonte del aparecimiento de su propio mundo, el mismo en el que le es dado vivir.

Pues bien, el camino desde las cosas del mundo a nuestro existir nos ha ayudado a delimitar dos caracteres del propio existir como son su continuidad e interruptibilidad, lo cual brinda ya una dirección concreta a las siguientes reflexiones. Emprendiendo el camino hacia nuestra fragilidad desde las cosas circundantes, hemos advertido que esta ha de hallarse en íntima relación con aquella continuidad e interruptibilidad aquí destacadas, en tanto que caracteres inherentes al proyecto de mundo que es nuestro existir. Así, pues, continuidad e interruptibilidad son dos expresiones de una relación que ayudan a comprender cómo el existir abre su mundo y se posiciona en él. La siguiente tarea, por tanto, será entender por qué razón al existir puede incumbirle aquella posibilidad de interrupción y de continuidad, y no serle algo radicalmente ajeno. ¿De dónde viene, pues, tal experiencia? En esto nos detendremos a continuación.

3. Cuerpo y fragilidad: de la interrumpible continuidad en la materia

Entonces bien, ¿dónde hallar una acreditación existencial de nuestra continuidad y de nuestra interruptibilidad? Esta es una pregunta central para las presentes discusiones, pues es ella la que nos conduce a una delimitación más cercana de aquello que le es propio al ser humano en tanto que frágil.

Con su consuelo a Marcia, decíamos, Séneca nos situaba en la dramática experiencia de nuestro existir en el mundo. La de Séneca era una perspectiva, subrayábamos, que tiene en vistas al hombre viviendo gracias a lo mortal y muriendo en virtud de lo que le es vital. Y era observándolo de esta manera que su fragilidad tenía la posibilidad de hacerse evidente. Ahora bien, ¿será posible asegurar mejor esta perspectiva, de modo que ella nos garantice observar qué es lo que precisamente Séneca mira en el hombre, permitiéndole advertir que las cosas que le circundan le resultan vitales, pero a la vez nocivas? A nuestro juicio, esbozar una respuesta a esta pregunta implica responder a la siguiente: ¿qué es aquello en nosotros que nos advierte constantemente que la continuidad de nuestro existir puede interrumpirse, y que no es sino esa experiencia que el mismo Séneca pone en el centro de su particular concepción del hombre?

Ciertamente, podemos decir que el mundo en el cual vivimos, que las cosas con las que tratamos, pueden resultar nocivas. Y es precisamente en este trato con la nocividad del mundo donde el existir queda expuesto a sufrir modificaciones en él mismo. En efecto, Séneca nos habla de la posibilidad de morir y, sin embargo, no sólo es tal situación aquella en la que el existir puede verse arrojado. En su trato con el mundo el existir tiene la posibilidad de morir, es cierto, pero también de enfermar. Y es la enfermedad aquella situación existencial donde tomamos nota a diario de la eventual nocividad del mundo, y es a partir de ella también que advertimos nuestra propia fragilidad respecto del mismo. En efecto, el vocablo latino infirmitas, compuesto del prefijo privativo in y firmus, esto es, “sólido”, “resistente” o “estable”, denota precisamente una condición privada de aquella estabilidad requerida por el existir para desplegarse en su mundo. Una “firmeza”, podríamos decir, que en la enfermedad queda en cuestión. Enfermar, por lo pronto, implica ya una interrupción del trato en el que el existir se encuentra con las cosas inmediatas. Así, es el mismo término “enfermedad” el que hace observable, entonces, esa continuidad propia del existir que antes destacábamos, acentuando, empero, su inherente condición interrumpible. Y la pregunta es, en este contexto, ¿qué “firmeza” es aquella que el existir pierde en la enfermedad? Esto es, ¿qué es aquello en nosotros que puede perder su estabilidad y que nos hace advertir que hemos perdido nuestra salud?

Como se advierte, la discusión a propósito de nuestra fragilidad conduce a una reflexión acerca del ser humano por vías muy particulares. Entendiéndolo en su dramática existencia junto a un mundo nocivo se integran ahora problemáticas humanas tan singulares como son su enfermedad y su salud, así como su vida y muerte, en cuanto estos son aquellos asuntos vitales en los cuales la fragilidad humana juega un rol central. Ahora bien, ya es decisivo destacar aquí que es el hombre íntegro el que puede enfermar o morir, o vivir y mantenerse saludable. Por ello, la perspectiva que hemos adoptado para acceder a nuestra fragilidad exige ahora no perder de vista una consideración sumamente concreta del ser humano, pues es en su más íntegra concretud cuando este muestra su más propia fragilidad ante su mundo. ¿Cómo entender, entonces, al hombre en su integridad de modo que su fragilidad salga a la luz? Quizás sea Aristóteles quien pueda ahora ayudarnos a hallar una respuesta. Y es que cuando él debe hablar de la vida y de la muerte o de la salud y la enfermedad, se advierte con claridad cómo sus análisis dirigen la atención al hombre concreto. De hecho, sus consideraciones acerca de la vida y de la muerte adquieren un sentido eminentemente menos metafísico y categorial que otras reflexiones en su obra. En su escrito Acerca de la longevidad y brevedad de la vida se lee: “Hay, en efecto, hombres longevos y otros de corta vida, distribuidos según los lugares – pues los pueblos que viven en los lugares cálidos son más longevos, y los que viven en lugares fríos, de vida más corta” (Aristóteles 1987b, p. 306).

Es, como se advierte, del hombre en su totalidad aquel del que Aristóteles habla cuando se trata de abordar la longevidad o brevedad de su vida. Es ese hombre íntegro, podríamos agregar, el que se desenvuelve en ámbitos tan concretos como son aquellos climas fríos o cálidos. Así, pues, pensar la vida y la muerte, así como la salud y la enfermedad, se expresa ahora en una problemática que, como Aristóteles mismo señala: “concierne a la filosofía de la naturaleza” (1987b, p. 306). Y en cuanto filosofía de la naturaleza, habrá que entender, por tanto, que vida y salud, así como muerte y enfermedad, conciernen a la vida humana considerada ya desde sus dos dimensiones componentes: su forma, esto es, su alma, y su materia, es decir, su cuerpo. Y es que es justamente una consideración de ambas en su unidad la que puede rendir cuenta efectiva de su concretud.

Ahora bien, si esta es la dirección temática que nos ofrece Aristóteles, se vuelve decisivo, entonces, comprender más exactamente cómo ha de ser estudiado el hombre en una reflexión que incluya tales dimensiones. Precisamente, en Física podemos hallar un índice al respecto: “Puesto que la naturaleza –leemos– se entiende en dos sentidos, como forma y como materia, tenemos que estudiarla de la misma manera que si investigásemos cómo es lo chato en una nariz; porque el objeto de estudio no son cosas carentes de materia ni tampoco cosas exclusivamente materiales” (Aristóteles 1994, p. 137). En efecto, así como el físico ha de estudiar siempre la materia en una disposición concreta, de la misma manera la enfermedad y la salud o la vida y la muerte humanas han de ser pensadas como posibilidades encarnadas en su corporalidad. Se trata de comprender al hombre siempre como una forma en su materia, es decir, como compuesto. Y esta ya es una advertencia decisiva para una reflexión acerca de nuestra fragilidad en tanto nos indica que ella ha de implicar siempre nuestra más concreta integridad. La fragilidad, podríamos decir, es ella misma una posibilidad humana que sólo puede vislumbrarse encarnada en la propia corporalidad humana, y es que es el hombre corporal el que está en relación con climas cálidos o fríos, y eslo su existencia corporal, en efecto, la que puede prolongarse o abreviarse habitando en ellos. Así, la discusión sobre la fragilidad sólo puede volverse una consideración de la dramática relación con las cosas que resultan mortales, en la medida en que no olvidemos que la relación humana con el mundo siempre es corporal. Por ello, si el problema de la fragilidad refería, como lo destacábamos, al problema de una interruptibilidad inherente al existir, lo que ahora se hace necesario es delimitar dónde se alberga en última instancia tal posibilidad.

En Física, Aristóteles advierte: “Sin embargo, la forma no puede desearse a sí misma, pues nada le falta, ni tampoco puede desearla el contrario, pues los contrarios son mutuamente destructivos; lo que la desea es la materia, como la hembra desea al macho y lo feo a lo bello” (1994, p. 121). En efecto, no es el alma de lo vivo lo que en los entes de la naturaleza se modifica o interrumpe, pues a ella, en cuanto forma, no le “falta nada” y, por lo mismo, a nada tiende. El alma es, más bien, esa forma plena que contiene al cuerpo en un determinado fin (cf. Aristóteles 2003, pp. 180-181) y, por lo mismo, es este, es decir, la materia, aquello que, realizándose en vistas a tal fin, alberga la posibilidad tanto de concretar los fines del alma, como también la posibilidad de no lograrlo. Y, siendo esto así, entonces, el énfasis desde el cual el ser humano ha de ser indagado en su fragilidad es, ante todo, según su dimensión corporal. Es el hombre íntegro, i.e., el hombre encarnando sus fines, decimos, el que puede enfermar o morir. Mas la posibilidad de comprender que él pueda morir o enfermar implica necesariamente enfatizar en él ahora su corporalidad, pues es en ella donde hallamos la posibilidad de su eventual interrupción.

En efecto, este énfasis en el cuerpo es precisamente la vía que elige Aristóteles para delimitar qué sea la misma enfermedad. En su breve escrito Sobre lo que compete a las preguntas médicas, pregunta: “¿Por qué son los grandes abusos provocadores de enfermedades?” A lo cual responde: “Ciertamente, porque ellos producen exceso y carencia, en esto radica la esencia de la enfermedad” (Aristóteles 1962, p. 7). He aquí, pues, la esencia de la enfermedad, a saber, la posibilidad de que lo vivo pierda su propio equilibrio. Mas esto sólo podría ocurrir en la medida en que le sea constitutiva a aquel ente que enferma una dimensión que se deje dominar por uno u otro contrario. Y tal dimensión es precisamente su materia en tanto que cuerpo: “El entorno –dice Aristóteles– colabora u obstaculiza. Y, por ello, las cosas cambiadas de lugar pueden vivir más o menos que lo natural, pero eternas no son en parte alguna aquellas cosas que tienen contrarios, pues la materia en seguida tiene un contrario” (1987b, p. 310). Así, es el hombre visto según su corporalidad el que acusa su inherente fragilidad, porque es ella, su materialidad, aquella dimensión susceptible a admitir contrarios. Por tanto, respecto de su fragilidad, podemos decir ahora que esta sólo puede albergarse en el hombre en la medida en que este esté constituido por un cuerpo, ya que es dicha dimensión la que alberga aquel par de contrarios que ha venido siendo destacado a lo largo de las presentes reflexiones: su continuidad y su interrupción.

Lo discutido nos muestra, en suma, la necesidad de acentuar al hombre encarnado en su cuerpo, cuando se trata de comprender su fragilidad. Un énfasis que el mismo Séneca, como podemos advertir ahora, otorgaba a su propia definición de la quididad humana en tanto “cuerpo frágil y endeble”. Y es que no es sino el cuerpo del hombre aquella instancia que concreta su relación con el mundo, y es este el que, concretando tal relación, es, a su vez, susceptible a interrumpirse. La firmeza, por tanto, que destacábamos como aquello que el hombre saludable cuenta para vivir, puede ahora ser entendida como esa continuidad propia de la relación con el mundo, que siempre, en tanto que encarnada en el cuerpo, ha de ser también endeble y débil. Así, entendiendo al hombre en su dimensión corporal, constituida por un par de contrarios como es una interrumpible continuidad podemos entender ahora que la vida humana en el mundo no posee garantía alguna de permanencia. El ser humano vive, en efecto, en un entorno, pero la vida que él lleva a cabo, en tanto que siempre es una vida corporal, es una tal que nada tiene de necesario, sino siempre de posible.

He aquí cómo el camino a la fragilidad desde la situación dramática entre las cosas del mundo, permite caracterizarla como una posibilidad que se alberga en nuestro cuerpo, y es esta misma vía la que lleva a advertir que nuestra fragilidad es inherente a nosotros, ante todo, porque, siendo corporal, el existir puede concretar el trato con las cosas inmediatas, advirtiendo, a su vez, que dicho trato concreto carece de toda garantía de permanencia. En definitiva, es de esta manera que podemos entender en qué sentido nuestra fragilidad nos es inherente de modo esencial, a saber, en la medida en que aprendamos a comprendernos en nuestra íntegra concretud. Así, destacando la primacía de nuestro cuerpo como decisiva para una consideración sobre nuestra fragilidad, es que quisiéramos, como última tarea, esbozar algunas reflexiones acerca de lo que significa en términos existenciales el hecho de que nuestro cuerpo sea el lugar en el cual se alberga nuestra fragilidad. Con este último paso, a nuestro juicio, habremos señalado de modo inicial en qué sentido es posible hablar de la fragilidad en el contexto del existir humano.

4. Acerca del significado existencial de la fragilidad humana

Entonces bien, al primer choque con las cosas del mundo, decía Séneca, el hombre quedará desecho. Una afirmación tal brindaba el punto de inicio para una reflexión sobre nuestra fragilidad en la medida en que instaba a reparar en nuestra dramática situación humana. Siendo el hombre una criatura endeble y frágil, ya advertíamos su paradójica existencia: la de vivir gracias a lo mortal y morir en virtud de lo vital. Y tal condición quebrantable es aquella que reside en su corporalidad, pues es en ella en la que se alberga aquel par de contrarios fundamental como es la posibilidad de su continuidad e interruptibilidad. Así, por tanto, era posible concluir de estas consideraciones que, en la medida en que somos corporales, nuestro concreto hallarnos entre las cosas del mundo es una constante exposición a su nocividad, y esto, ante todo, porque nuestro encarnado modo de habitar entre ellas carece de necesidad, es decir, es esencialmente frágil.

Pero, ¿cómo entender aquel ser corporal que aparece ahora en el centro de esta discusión sobre la fragilidad de modo que sea posible comprender el significado eminentemente existencial de esta última? ¿Se trata de sostener que somos frágileslo en la medida en que nuestro cuerpo implica ser una mera dimensión material endeble? A nuestro juicio, es la misma perspectiva de nuestra dramática existencia la que nos previene de comprender nuestra fragilidad como una mera labilidad física. Y es que es esta la que nos hace ver que la fragilidad aquí en discusión no refiere a la mera resistencia orgánica, sino que reside en nuestro habitar entre las cosas, es decir, en la relación concreta que nuestro existir establece con ellas, y por lo mismo, es en dicha relación donde debiésemos indagar su significado, porque es precisamente dicha relación la que se caracteriza por una peculiar fragilidad.

En efecto, es cierto, podríamos decir con Séneca, que comidas, tormentas y olas, pueden acabarnos. Sin embargo, una cosa es que el mundo en el que vivimos nos destruya físicamente y algo muy distinto es que este pueda ser vivido por nosotros como nocivo y amenazante. Y tal distinción conduce necesariamente a preguntar: ¿es comprensible, entendiendo nuestra condición frágil sólo como una labilidad física, el hecho de que lleguemos a experienciar la nocividad de las cosas que nos circundan y junto a ello, que podamos advertir el drama de vivir en un mundo que puede también destruirnos? Si nuestra fragilidad, afirmamos, sólo fuera una lábil disposición material de la cual no tuviéramos experiencia alguna, nada impediría que, aunque las cosas del mundo nos destruyesen físicamente, siguiéramos viviéndolas como “inofensivas” y, por lo mismo, que nos mantuviéramos insensibles ante nuestra constante exposición a la destrucción. Para vivir la nocividad del mundo, podemos afirmar, es necesario que el existir esté en alguna relación con esa fragilidad inherente a su relación con el mundo, es decir, que, tratando con él, nos relacionemos también con la posibilidad de interrupción de esa continuidad con la que contamos como existentes. Por tanto, nuestra fragilidad requiere ser entendida más allá de una quebrantabilidad física, para ser concebida, ante todo, como el sentido de una relación vital con nosotros mismos que se alberga en nuestra propia relación con el mundo en el que habitamos. Nos hallamos, en suma, en una relación con nuestra fragilidad, justo cuando nos desplegamos como existir, es decir, justo cuando abrimos y habitamos nuestro mundo inmediato.

Pero, ¿cómo entender, entonces, nuestra fragilidad como parte del sentido del descubrimiento del mundo? Precisamente, los casos de la fobia a la quebrantabilidad del taco referida por Binswanger, y de la obsesión por la limpieza cotidiana, advertían que la continuidad interrumpible del existir configuraba el sentido de la articulación de mundo. Y, con ello, observábamos, a la vez, que dicha articulación podía acaecer en la medida en que el existir descubriese su mundo a partir de una relación fundamental con su propia continuidad interrumpible. Así, pues, ambos casos muestran que el mundo concreto en el que vive el ser humano debe siempre su presencia a una auto-relación fundamental del existir con su propia interruptibilidad, pues descubriendo al mundo desde ella es que un carácter como su nocividad puede articularlo en cuanto nocivo. En otras palabras, en la medida en que el existir se despliega como proyecto de mundo en relación con su propia interruptibilidad es que el mundo en el que habita adquiere, por su parte, los caracteres de una nocividad que amenaza su propia continuidad. Hombre y mundo, por tanto, no son dos polos que meramente interactúan poniendo en juego sus resistencias materiales, sino que, en términos existenciales, ambos guardan una unidad vital en la medida en que la auto-relación que mantiene el existir con su propia continuidad interrumpible es aquel horizonte existencial que a fin de cuentas da origen al drama de un existir siempre expuesto a un mundo nocivo.

Y es en este punto donde se advierte que tal auto-relación con la propia fragilidad es una que está siempre referida a nuestra más concreta integridad. En efecto, desde la primacía de la concretud corporal advertida anteriormente ya podemos entender que dicha auto-relación es siempre una que mantiene el existir con su más encarnado despliegue entre las cosas del mundo en cuanto interrumpible. Así, entonces, sin una relación del existir con su frágil realización corporal ese mundo, el mundo humano, carecería de un rasgo tan particular como es su nocividad. Dicho de otra manera: porque el existir no se relaciona consigo mismo como si fuera una forma pura e incorruptible, sino en tanto que un despliegue corporal entre las cosas nunca garantizado, es que tal auto-relación con su ser corporal es constitutiva, a la vez, del sentido de articulación del mundo en el que este vive. Así, por tanto, ser cuerpo, respecto de nuestra fragilidad, viene a ser el horizonte de la articulación de nuestro mundo como nocivo precisamente porque la posibilidad de que la continuidad de esa relación se vea interrumpida reside esencialmente en él.

Por ello, desde estas consideraciones ya es posible afirmar que no es una simple condición material la que nos caracteriza en tanto que un frágil existir. Según lo discutido, debiésemos más bien afirmar que el significado existencial de nuestra fragilidad radica en que ella es constituyente de la auto-relación del existir con la más encarnada continuidad interrumpible desde la que él mismo configura su propio mundo y la que permite que nos entendamos viviendo en un mundo nocivo. Y, sin embargo, no es sólo aquel rol delimitante de mundo donde la fragilidad acusa su significado existencial. Siendo ella, pues, la posibilidad de vivenciar un mundo nocivo, es ella también la que, por otra parte, permite una experiencia de nosotros mismos como seres frágiles, amenazados por dicho mundo.

En efecto, siendo nuestra fragilidad, esto es, nuestra condición interrumpible, parte de aquella auto-relación del existir íntegro consigo, puede ser ella concebida, a la vez, como constitutiva de una particular experiencia que el existir puede tener respecto de sí, a saber, que este advierta cómo se alberga en él una inherente e inexorable amenaza de ser dañado. Y es que es desde su propia interruptibilidad que al existir parece estarle permitido confrontarse con posibilidades amenazantes para él como son, ante todo, morir y enfermar.

Es Aristóteles el que nuevamente puede ayudarnos a aclarar mejor este significado existencial de nuestra fragilidad. En De la generación y la corrupción se aprecia una radical diferencia entre enfermedad y muerte de la cual es posible destacar que es la primacía de nuestra relación con nuestra corporalidad interrumpible lo que permite una relación del existir con una y otra. Siendo la enfermedad para Aristóteles una alteración, la substancia puede cambiar respecto de sus afecciones, mas esto no implica necesariamente que ella se destruya. Sin duda, este no sería el caso de la muerte, pues ella sí implica una destrucción total de la propia substancia. Así, lo que aquí interesa destacar es que mientras los pasos de la enfermedad a la salud o de la salud a la enfermedad, pueden considerarse, para Aristóteles, como alteraciones, pues, “el cuerpo, permaneciendo el mismo, está sano y otras veces enfermo” (1987a, p. 45), la muerte, por su parte, sería la destrucción en términos absolutos de la substancia, en cuanto es ella la que implica que algo “llega a lo imperceptible y al no-ser” (Aristóteles 1987a, p. 43).

Entonces, lo decisivo de las indicaciones aristotélicas es que ellas nos enseñan una patente irreductibilidad fenoménica entre enfermedad y muerte. Desde ellas podemos afirmar, en efecto, que la enfermedad no siempre resulta amenazante porque ella nos ponga de cara a la muerte. Un hecho que se confirma en la experiencia cotidiana. Muchas veces intentamos evitar enfermedades, mas no precisamente debido al riesgo de morir, sino porque la enfermedad implica alteraciones, como la amenaza de quedar inhabilitados en nuestras vidas diarias, es decir, como el riesgo de no poder persistir como lo hacíamos antes. En otras palabras, la amenaza de la enfermedad no parece referir necesariamente a nuestra destrucción, sino, podríamos decir desde Aristóteles, a una alteración que implica, ante todo, una interrupción parcial, aunque siempre inquietante, del existir. Mientras tanto, la muerte ha de resultar amenazante, ante todo, porque es ella la que implica la interrupción absoluta de la continuidad del existir, y por lo mismo, su amenaza ha de ser vivida como la mayor de todas las amenazas para un existir al que le es inherente contar con su propia continuidad.

Con esto, sin embargo, no se afirma que no haya enfermedades que terminen siendo mortales. Lo que sostenemos, por lo pronto, es que, no implicando toda enfermedad una posibilidad de interrupción absoluta del existir, que esta sea vivida como amenazante, no podría sino ser posible desde la relación que guarda el existir con su propia interruptibilidad en términos incluso parciales. Así, pues, el existir humano íntegro, dada su naturaleza no necesaria, alberga en su propia constitución la posibilidad de su amenazante interrupción, ya sea parcial como total, y es esa condición inherente a él la que posibilita una experiencia de sí mismo como constante e indefectiblemente amenazado. Y si esto es así, ya podemos observar que la interruptibilidad del existir puede ser pensada como el fenómeno existencial auténtico tras nuestro temor a la enfermedad y la muerte y junto a ello, podemos de esta forma reconocer también el significado existencial de nuestra fragilidad en tanto que constitutivo de la experiencia de amenaza de ser interrumpidos que se alberga en nosotros y que reconocemos como enfermedad y muerte.

Es así, pues, como la auto-relación de un existir con su interrumpible continuidad, en tanto que corporal, nos muestra el significado existencial de nuestra inherente fragilidad. Ella, podemos decir, constituye los límites del mundo en tanto que nocivo, y es la que permite, a la vez, una experiencia particular del hombre respecto de sí mismo en su fragilidad. Se trata, pues, como decíamos, de experienciar la constante amenaza que se alberga en nosotros, esa de constituirnos en una relación con el mundo de carácter interrumpible, y que se traduce, en lo cotidiano, en la vivencia de nuestra propia enfermedad o de nuestra propia muerte. Así, tales aspectos de nuestra fragilidad son los que acusan, por lo pronto, su significado eminentemente existencial. Y es con estos resultados que quisiéramos concluir estas reflexiones, destacando, por último, que es la problemática de la fragilidad la que lleva a entender de mejor manera cómo puede realizarse ese ejercicio que el mismo Séneca prescribiría a Marcia para comprender su propia fragilidad y así aceptar por fin la muerte de su hijo como un acontecimiento propio de la condición humana: conocerse a sí mismo (Séneca 1995, p. 341). La realización de este conocimiento de sí, podríamos decir, no puede sino tener lugar atendiendo a nuestra más concreta situación mundana. Y es que es la dramática paradoja de vivir en un mundo nocivo la que ha mostrado ser la vía propicia para iniciar una reflexión sobre nuestra fragilidad y para llevar a cabo una comprensión de nosotros mismos en tanto que frágiles. Así, en suma, es el problema de la fragilidad humana el que enseña la urgencia de una comprensión concreta de nuestro existir en su más efectiva integridad, en el intento de acceder a una comprensión acabada y efectiva del mismo. Por ello, qué sea nuestra fragilidad y cómo es que esta nos constituye en tanto que humanos, es una vía de investigación que se torna filosóficamente decisiva, en la medida en que se presenta como un llamado a proseguir con investigaciones en torno a nosotros que no desatiendan nuestra más concreta vida en el mundo, pues no hay un existir absoluto, sino siempre uno corporal desplegándose en un mundo concreto. Es sólo de esta manera, pues, que podremos avanzar en un conocimiento de nosotros mismos. Y esto es precisamente lo que el problema de nuestra fragilidad nos ha advertido en cada momento de las reflexiones aquí esbozadas, y es él el que nos sugiere que la vía aquí elegida es la que debe seguir siendo asegurada en vistas a una comprensión auténtica de nuestra humana condición, esto es, de nuestra frágil existencia.

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