Entre la arqueología pública y la utilidad social del conocimiento: debates entorno a la representación de los/las trabajadores/as de la arqueología en contextos políticos de fricción*
Daniel Darío Delfino1
1 Instituto Interdisciplinario Puneño, Universidad Nacional de Catamarca. Casa de la Puna, Av. Recalde esq. Calle Padre D’Agostino, San Fernando del Valle de Catamarca (CP4700), Catamarca. Argentina. E-mail: dddelfino@yahoo.com.ar
Recibido: 15 de octubre de 2024.
Aceptado:>23 de noviembre de 2024.
https://doi.org/10.5281/zenodo.14218452
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Práctica Arqueológica 7 (2): 28-42 (2024)
ISSN: 2618-2874
Los trabajos publicados en esta revista son de acceso abierto y están bajo la licencia Creative Commons Atribución - No Comercial 4.0 Internacional.
Práctica Arqueológica es una revista de la Asociación de Arqueólogos Profesionales de la República Argentina.
RESUMEN
Se parte de una comparación entre la Arqueología Pública y la Arqueología Social Latinoamericana explorando aspectos socio-históricos sobre los que se sustentan sus diferencias ideológicas para mostrar cómo el posicionamiento social –y lugar de enunciación–, inciden en la profesionalización de la práctica arqueológica. Este objetivo, a modo de primera premisa, deriva sobre el segundo cometido del trabajo, cuál es el análisis de las causas que llevaron a consolidar un perfil profesional de tipo liberal que, a nuestro juicio, presenta serias limitaciones para dar respuestas convenientes a la creciente tendencia del aumento numérico de profesionales y la consecuente presión por falta de oportunidades laborales. Está situación se ve agravada en tiempos de crisis y termina impactando en la praxis arqueológica lo que se traduce en términos de precarización y exposición de trabajadores/as a deficientes condiciones laborales, afectando también la calidad científica de ciertos estudios (v.g. arqueología contractual). Apoyados en algunos datos comparativos con el estilo de profesionalización francés, proponemos comenzar a pensar en la posibilidad de una sindicalización profesional de los/las trabajadores/as de la arqueología analizando algunos de los condicionamientos que llevan a este estado de cosas.
ABSTRACT
The work starts from a comparison between Public Archaeology and Latin American Social Archaeology, exploring socio-historical aspects on which their ideological differences are based in order to show how social positioning –and place of enunciation– affect the professionalization of archaeological practice. This objective, as a first premise, leads to the second objective of the work, which is the analysis of the causes that led to the consolidation of a liberal professional profile that, in our opinion, presents serious limitations in providing convenient responses to the growing trend of the numerical increase of professionals and the consequent pressure due to lack of job opportunities. This situation is aggravated in times of crisis and ends up impacting archaeological practice, which translates into terms of precariousness and exposure of workers to poor working conditions, also affecting the scientific quality of certain studies (e.g. contractual archaeology). Based on some comparative data with the French style of professionalization, we propose to begin to think about the possibility of a professional unionization of archaeology workers by analyzing some of the conditions that lead to this state of affairs.
Palabras clave: arqueología subalterna; arqueología anti-pública; utilitarismo; trabajadoes/as arqueólogos/as; sindicalización.
Keywords: subaltern archaeology; anti-public archaeology; utilitarianism; archaeological workers; unionization.
* Una versión preliminar de este texto titulada Contextos de fricción de una práctica arqueológica con horizonte de utilidad social: perdiendo la inocencia. A la memoria de Pablo G. Rodríguez, fue presentada en el simposio coordinado por Ezequiel Gilardenghi y Axel Rex Weissel, ‘Arqueología(s) Política(s): Miradas Intergeneracionales desde el Sur’. XXI Congreso Nacional de Arqueología Argentina. Corrientes, 12 de julio del 2023.
PARA EL COMIENZO
Con el advenimiento relativamente reciente de la denominada Arqueología Pública (AP) en Argentina, podría preguntarse si las propuestas y experiencias de este enfoque muestran una aproximación o diagonalización (Caillois, 1980) de trayectorias con las prácticas que se venían trazando con anterioridad desde la Arqueología Social Latinoamericana (ASL)1. Puestos sobre la intención de encontrar similitudes o diferencias entre ambas perspectivas podría argumentarse que quizás solo se trate de un problema terminológico, llegando a suponer que las prácticas en algún sentido podrían ‘entremezclarse’. Sin embargo, las diferencias van mucho más allá de los rótulos, trascienden un debate reducido a preocupaciones por la supervivencia de la disciplina (como lo plantean Fritz y Plog, 1970), de experiencias de prácticas disciplinares en articulación con la sociedad [investigación arqueológica programada/preventiva (sensu Duthoit 2022), pública/privada, etc.], o de una preocupación social como un tipo de obligación individual abonada por argumentos éticos. Apartándonos de lo señalado, y en consonancia con perspectivas filosóficas diferentes, sostenemos que el distanciamiento entre ambas responde a razones históricas donde anida una base causal fundada en diferentes intereses de clase (y de conciencia).
Para intentar echar algo de luz sobre el tema hubiese sido necesario recurrir a cierta espesura histórica repasando aspectos de ambas posiciones desde experiencias disciplinares que rondan aproximadamente los últimos 50 años. Esta tarea en absoluto podrá resultar exhaustiva dado que una exégesis pormenorizada exigiría una extensión de la cual no contamos. En cambio, nos contentaremos con plantear de manera indiciaria (Ginzburg, 1989, p. 144) ciertas preocupaciones de algunos/as autores/as que jalonaron la historia disciplinar que —esperamos— nos ayuden a caracterizar una suerte de clima de época, tratando de encontrar causalidades de relevancia para pensar el rol profesional en el contexto nacional de la relación entre arqueología y sociedad.
En el norte del continente Fritz y Plog (1970, p. 412) tempranamente señalaban que “(…) a menos que los arqueólogos encuentren maneras de hacer que su investigación sea cada vez más relevante para el mundo moderno, el mundo moderno se considerará cada vez más capaz de arreglárselas solo, sin los arqueólogos” [traducción propia]. Su afirmación puede fundirse en un contexto de época junto a la publicación del libro Public Archeology de Charles McGimsey (1972) y al planteo del primer gran cisma que cruzaba a la entonces denominada ‘Nueva Arqueología’2.
Por su parte, los impulsores de la ASL fundando su búsqueda de rigurosidad científica en el materialismo histórico (Núñez Regueiro, 1972, p. 12; Lumbreras, 1974; Sanoja y Vargas, 1974) expresaban desde la Reunión de Teotihuacán de 1975 –una suerte de manifiesto programático–, que “(…) los criterios que deben normar el trabajo arqueológico, tanto en sus concepciones teóricas como metodológicas, para alcanzar fines muy concretos de utilidad social” [énfasis agregado] (Lorenzo et al., 1976, pp. 30-31), deberían ser eficaces “(…) para servir a los intereses nacionales y populares de cada país latinoamericano” (Ibid.)3 (véase también Panameño y Nalda, 1979).
En esa línea, para mediados de los 80 con Bárbara Manasse planteamos la necesidad de una profunda discusión sobre la dimensión ética del trabajo arqueológico que se articula de algún modo con comunidades locales (Delfino y Manasse, 1986). Pocos años después, recuperando la idea de ‘utilidad social’ de los escritos de Oscar Varsavsky (1974, p. 44) sobre ciencia y política, planteamos la necesidad de una insoslayable aproximación para el trabajo arqueológico en términos de ‘ciencia socialmente útil’ (Delfino y Rodríguez, 1989), alineando las acciones sobre la base del compromiso social y político. Desde entonces nos posicionamos en el camino de una praxis científica subalterna, es decir, una praxis que “(…) con una actitud crítica hacia el statu quo, reflexiva y politizada (…) esté comprometida con un proyecto de cambio y emancipación social de las clases subalternas (de la sociedad capitalista. Cf. Gramsci, 1981, pp. 27, 89-90; 1986, pp. 201, 1999, pp. 182-183), (…)” (Delfino y Rodríguez, 1991, p. 17). Una Arqueología Socialmente Útil (ASU) demandará condiciones programáticas y éticas particulares, donde las prácticas tendrán que ser contingentes y contextuales/locales, longitudinales en el tiempo, interdisciplinarias, generando espacios de interacción donde se puedan expresar intereses comunes y/o complementarios y posibiliten accionar mecanismos de reciprocidad (Delfino y Rodríguez, 1991, pp. 26-27) en el marco de una suerte de ‘contrato cognoscitivo’ (Rabey y Kalinsky, 1986) trascendido al establecer una articulación orgánica en términos de intereses de clase, acordando una acción programática conjunta4. Para distinguir con claridad la diferencia en el planteo entre una ciencia útil de una ciencia ‘utilitaria’, necesitamos detenernos en la noción de ‘utilidad social’, dejando expuesta la decisión de una aproximación social valorativa, por cuanto: “El valor es una categoría teórica que expresa una relación social de producción” (Kohan, 2003, p. 135), y su derivación inmediata exige una definición necesariamente política. Nuestra perspectiva utilitarista se ubica por fuera de las propuestas hedonistas y eudemonistas de Jeremy Bentham y John Stuart Mill (Caillé, 1995, p. 5, 2006) y, en este sentido validamos la fuerte crítica que Marx (1990) le hiciera a Bentham cuando señala en la nota Nº63 (Capítulo 22) que:
(…) si queremos enjuiciar con arreglo al principio de la utilidad todos los hechos, movimientos, relaciones humanas, etc., tendremos que conocer ante todo la naturaleza humana en general y luego la naturaleza humana históricamente condicionada por cada época. Bentham no se anda con cumplidos. Con la más candorosa sequedad, toma al filisteo moderno, especialmente al filisteo inglés, como el hombre normal. Cuanto sea útil para este lamentable hombre normal y su mundo, es también útil de por sí. Por este rasero mide luego el pasado, el presente y el porvenir (…). (pp. 559-560)
Una racionalidad utilitarista basada en la suposición de una ‘utilidad común’ tendrá una función conservadora al encubrir, en su abstracción, las relaciones sociales de dominación existentes. La sumatoria de intereses privados no pueden producir el interés público, dado que, como artificio ideológico fundado en una ilusión subjetiva, el egoísmo individualista no llevará al bienestar común.
La utilidad científica (arqueológica) estará guiada por criterios de relevancia5 (sensu Tainter y Lucas, 1983, p. 710), que deberían ser definido políticamente para aportar a la construcción de poder de los sectores subalternos de la sociedad. Como señaláramos (Delfino et al., 2016), no debería confundirse esta Arqueología Subalterna (AS) con una arqueología de la subalternidad entendida como objeto de estudio, dado que:
(…) en la primera, ella es la condición misma en la que tiene lugar la praxis arqueológica. Así, desde la AS, los sujetos cognoscentes, en su estado de dependencia, se apropian del objeto conocido para emanciparse, es decir, para realizar su interés de clase. (p. 2650), poniendo en juego su situacionalidad y agencialidad histórica.
Consecuentemente, reconocemos la primacía de la lucha histórica por sobre el saber académico (voluntad de conocer como voluntad de actuar sobre la realidad, de cambiar el estado de cosas) (Delfino et al., 2013), una afirmación que se apoya en la onceava tesis de Marx (1985, p. 36) contra Ludwig Feuerbach, y la impugnación del orden establecido por el capitalismo y su transformación por la praxis histórica. Desde el materialismo histórico las relaciones sociales no se plantean en términos abstractos de ‘lo público’ (como frecuentemente es empleado en trabajos de AP conteniendo alusiones generales, vagas o inespecíficas sobre ‘la sociedad’), sino que se conciben como lucha de clases. Las proposiciones emanadas de la ASL y ASU enfatizan las relaciones sociales de producción y reproducción material y espiritual en las que se entretejen las relaciones de poder. La sociedad se define en esas relaciones de dominación y estructura de clase, lejos de una homogeneización que termina disolviendo la complejidad de las relaciones objetivas entre los individuos. Aun cuando se recurra al concepto de ‘esfera pública’ habermasiana (v.g. Matsuda, 2004), el mismo nos regresa, en última instancia, a los espacios sociales en los que se produce la ‘opinión pública’. Una praxis de ASU se piensa ‘anti-públicamente’ –es decir, sociológicamente– mientras se compromete políticamente con los sectores subalternos/subalternizados de la sociedad capitalista (Chibber, 2014), forzándonos a accionar desde donde se dirime el enfrentamiento de intereses económico-sociales en disputas simbólicas y materiales. La ASL ha pensado la articulación entre arqueología y sociedad desde la perspectiva de las estructuras económico-políticas y relaciones de dominación, mientras la AP, en términos generales, lo viene haciendo desde una perspectiva de politicidad que piensa las relaciones de poder como un problema cultural, ético o discursivo, conforme al nuevo programa ideológico del neoliberalismo (multiculturalismo, posmodernidad, poscolonialidad, etc. Cf. Ahmad, 1999) que se establece en Argentina a partir de los 90. En el contexto político actual resulta necesario salirnos de ese culturalismo academicista, y volver a pensar políticamente no sólo nuestra práctica profesional sino también a nosotros/as mismos/as como sujetos de clase para sí (Marx, 1987, p. 120; Sartre, 2004, pp. 37-38), en tanto la posibilidad misma de investigar, de ejercer la docencia y extensión universitarias, están siendo objeto de una persecución política e ideológica.
Es de lamentar que no sea algo nuevo en nuestro país, por lo cual hace falta preguntarnos cómo ha sido el contexto social y político en el que la práctica científica y arqueológica en particular han venido desarrollándose. Por ello resultará necesario historizar ciertos aspectos contextuales de nuestra praxis, tratando de mostrar algunos de los mecanismos que han incidido en el establecimiento de un determinado modelo científico-académico hegemónico (Ribeiro y Giamakis, 2023), pero también cómo se produce una subjetividad específica: personas despolitizadas, es decir, sin conciencia de clase, cuya práctica individualista surgida de una finalidad alienada responde sólo a la lógica productivista y competitiva del sistema científico-académico (Varsavsky, 1986, p. 21).
CONTEXTO (I) POLÍTICO Y ECONÓMICO GENERAL
Mucho se ha hablado –y escrito– sobre un enfrentamiento de posiciones que corporizan dos modelos contrastantes en Argentina. De impacto contemporáneo bajo el aggiornarmiento terminológico de ‘grieta’, la disputa puede seguirse a través de un extendido recorrido de la historia nacional donde se fueron jalonando batallas con relatos políticos titulados sobre esquemas de razonamiento un tanto maniqueos. A los fines prácticos del escrito que aluden a los últimos 50 años, vamos a servirnos de un campo de sentido donde se estructura una tensión y se rearticulan las relaciones entre estado, ciudadanía y capitales que elegimos tipificar bajo la disputa de modelos ‘neoliberal’ y ‘socialdemócrata’. Esta aproximación, corrida de identidades partidarias, parece pertinente para analizar los procesos nacionales (y latinoamericanos), tendientes a reflexionar sobre los presupuestos de poder que modulan nuestras discusiones teóricas e investigaciones, a la vez que permiten elaborar una mirada comprensiva sobre los procesos emergentes, dominantes y residuales en la formación social (Williams, 2000, pp. 143-149).
Un andamiaje orgánico del primer modelo contendrá, como denominador común, políticas de desindustrialización y privatizaciones que tienen por resultado un aumento drástico de la desocupación, de una precarización laboral que visten de ‘emprendedurismo’ cuando en realidad poco se desmarca del tradicional cuentapropismo de la economía informal. Todo lo cual desemboca en una disminución del consumo y de la recaudación tributaria. En cuanto a las políticas de ingresos, paralelamente se congelan los salarios, e incluso en ciertos momentos se suspenden los convenios colectivos de trabajo. Sumatoria que provoca una abrumadora recesión económica (Aglietta, 2000), un aumento del deterioro ambiental, junto a políticas desaprensivas de resguardo de los bienes comunes de administración estatal (donde va incluido lo cultural y arqueológico).
Como contracara puede plantearse otro modelo tipo socialdemócrata, que entre ambigüedades, oscilaciones y contradicciones permite caracterizar a gobiernos considerados de centro-izquierda, nacional-populares o populistas, y que actualmente son denominados como ‘marea rosa’ (Stefanoni, 2016, p. 85). Contienen las líneas generales del ‘estado benefactor’ pretendidamente fuerte y presente que se enfoca en mediar ante las presiones del mercado sobre los más vulnerables, implementando políticas que tienden a garantizar mayores derechos sociales6. Proponen cierta redistribución progresiva del ingreso en sectores populares, buscando generar espacios de interacción con los movimientos sociales subalternos/subalternizados.
El planteo de estos modelos político-económicos en disputa frecuentemente ha desembocado en procesos de crisis cuyo desenlace afecta muy especialmente a los sectores más vulnerables de la sociedad. Entre estos momentos álgidos cabe señalar: el detonado a partir de 1975 (Rodrigazo más el denominado Operativo Independencia en el monte tucumano ordenado mediante decreto presidencial NºS261/75) y consolidado con el Golpe Militar y las políticas socioeconómicas del Proceso de Reorganización Nacional hasta 1983. Un segundo momento que comienza con acciones desestabilizantes del gobierno democrático (alzamientos ‘Carapintadas’, presiones de la Sociedad Rural Argentina, etc.) que cataliza a comienzos del 89 con la hiperinflación y un golpe de estado económico sobre el cual se montan las políticas neoliberales menemistas, obedientes al Consenso de Washington. En 2001 la debacle de la convertibilidad (reducción salarial, corralito y confiscación de fondos de ahorristas por parte de los bancos) produjo una escalada de violencia estatal e inestabilidad institucional por varios meses y un aumento considerable de la inflación, y en este “(…) contexto de flexibilización del capital, de amplificación y concentración de nuevas pobrezas y riquezas, se dio un inusitado reconocimiento en las agendas políticas en derechos sobre la diversidad (derechos territoriales, legales, educativos, lingüísticos, fiscales, entre otros)” (Salerno et al., 2016, p. 399). Finalmente, un cuarto momento ha dado inicio en 2018 por otro endeudamiento con el FMI mediado por un catastrófico gobierno socialdemócrata que sirvió de conector para coronar el ciclo con la consolidación de políticas fundadas en un neoliberalismo exacerbado a partir de un inédito experimento anarco-capitalista. En la dinámica de contrastes entre momentos donde se privilegia el fortalecimiento de proyectos nacionales frente a los que se tienden a reducir responsabilidades estatales, se aprecia un juego de tensiones cuya complejidad incide directamente sobre las políticas y prácticas científicas donde se van estructurando las relaciones de poder entre distintos grupos sociales y, consecuentemente, se redefinen las prioridades científicas (cf. Schlanger y Aitchison, 2010).
La relativa periodicidad sosiego/vértigo de estos ‘ciclos montaña rusa’ no alcanzan para que su familiaridad genere acostumbramiento y tampoco invitan a desatender los efectos sociales indeseados. Cuando se tensan estas cuerdas se vuelven a exacerbar replanteos y diagnósticos que suscitan debates sobre el rol del estado y la ciencia. Varios de los argumentos se enfocan en cuestionar la rentabilidad económica del sistema científico, la utilidad social del conocimiento, activándose disputas sobre la aplicabilidad entre ciencias ‘duras’ y ciencias sociales (cf. Varsavsky, 1972, 1974, 1986).
Las preocupaciones que atañen a la relación entre arqueología, financiamiento y utilidad social del conocimiento vienen cruzando buena parte de la historia disciplinar. En las Jornadas de Política Científica para la Planificación de la Arqueología en la Argentina, que tuvieron lugar en Horco Molle del 12 al 16 de octubre de 1986 se observaba que “(...) la tendencia general en cuanto a la planificación de la investigación en nuestro país está orientada al campo tecnológico y a la transferencia inmediata de los resultados hacia planes de desarrollo nacional o regional”, y que “(...) en esta perspectiva, las investigaciones en antropología y arqueología no son consideradas prioridades” (Informe de la Comisión ‘F’ Investigación). Consecuentemente, en las recomendaciones de la Comisión ‘D’ Recursos económicos e infraestructura, se apuntaba que:
Se propone sugerir a las autoridades competentes, la creación de impuestos especiales a nivel provincial, destinados a financiar la protección e investigación del patrimonio arqueológico.
Dado que, con frecuencia, el acceso a ciertas fuentes de financiación por parte de los arqueólogos se ve limitado por el requisito de aplicabilidad de los resultados, se sugiere a los arqueólogos reconsiderar y dar relevancia -en primer lugar- a su rol de agentes de protección del patrimonio cultural y -en segundo término- buscar la articulación de sus resultados potenciales con aplicaciones al desarrollo comunitario y al campo del conocimiento extra-arqueológico.
(…)
Se recomienda la implementación de las acciones necesarias con el objeto de que las empresas privadas viertan parte de sus ingresos (p.e. a través de la desgravación impositiva) al sustento de la investigación arqueológica.
Claramente estos asertos se alejan de nuestra perspectiva, por cuanto coincidimos con Bayard (1983) cuando señala que “(...) buena parte del énfasis en la ‘importancia’ y en la ‘utilidad’ parecen provenir, casi hipócritamente de la necesidad de continuar obteniendo fondos para investigación (...)” (p. 21).
CONTEXTO (II) EN LA PRÁCTICA DISCIPLINAR
En los años de plomo de la última dictadura cívico-militar se instrumentó un plan sistemático de ataque a integrantes de organizaciones sociales y actuantes sociales progresistas, entre ellos/as, a intelectuales tenidos/as por ‘orgánicos’ (sensu Gramsci, 1986, p. 357). Estos tiempos regidos por una concepción que atribuía características de gestación peligrosa a la dinámica académica donde se enseñaba e investigaba en ciencias sociales (v.g. antropología, sociología, psicología, etc.), se fueron cerrando varias carreras e instituciones científicas. Consecuentemente, los ‘grupos de tareas’ accionaron en la desaparición forzada de estudiantes, algunos/as profesionales y profesores/as sospechados/as de subvertir el statu quo imperante, mientras otros/as tuvieron que exiliarse fuera del país o improvisar ‘invisibles’ exilios internos.
En 1982, luego de la derrota militar en Islas Malvinas, se fue produciendo un clima de efervescencia generalizada repercutiendo en una mayor participación política que finalmente desembocó en la recuperación de la democracia. Su influjo tiñó a la sociedad con cierto optimismo progresista, estimulando el imaginario de quienes deseaban la restitución de una historia ‘interrumpida’. Acompasadamente fue creciendo la necesidad de reconstruir espacios organizativos para restaurar el tejido social. Entonces resultaba difícil poder apartar el trasfondo dramático de lo sucedido, sin embargo, se exacerbó la necesidad de alcanzar una reparación disciplinar estimulando la organización de varios eventos profesionales. Este clima proactivo de recuperación de la antropología y la arqueología resultó estimulante para el retorno de algunos/as profesionales exiliados/as. Simultáneamente se fueron reabriendo muchas de las carreras de antropología alcanzadas por la dictadura (v.g. universidades nacionales de Rosario, Salta, etc.), a la vez que se abrían otras nuevas (v.g. universidades nacionales de Catamarca, Tucumán, Jujuy y del Centro de la Provincia de Buenos Aires). Esta dinámica favorable hacia ciencias sociales como la antropología y la arqueología recién va a volver a presentarse en el contexto de otro gobierno socialdemócrata, con la creación de carreras en las universidades nacionales de Córdoba, Cuyo y La Rioja. Bajo la misma dinámica, se impulsaron políticas de afianzamiento y promoción del sistema científico nacional elevando al rango de ministerio a la ciencia y la tecnología, incrementando los presupuestos específicos, estimulando el retorno de trabajadores/as de la investigación, promoviendo convocatorias a subsidios en distintas líneas de investigación. Se favoreció también, la creación de centros del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) bajo una lógica de federalización de la ciencia y la tecnología, y el incremento de cupos laborales para trabajadores/as de la investigación, además de la ampliación de plazas para becas doctorales y de postgrado, entre otras. Todo este camino de ampliación de la oferta académica y de recursos para la investigación científica fue nutriendo las posibilidades de jóvenes graduados/as quienes fueron hallando distintas oportunidades laborales para cubrir espacios docentes y en investigación.
Sin embargo, en los últimos tiempos esta ampliación de oportunidades parece estar llegando al nivel de saturación del sistema, con el agravante de que el nuevo gobierno nacional ha impuesto políticas de financiamiento sumamente restrictivas que afectan al sistema científico y a las universidades nacionales. De este modo, año tras año se va a ir incrementando el problema relativo a las reducidas oportunidades laborales de quienes se preparan para trabajar en arqueología (y antropología). Un tema en absoluto novedoso, que parece mantenerse invariante mientras se profundiza la tendencia en la medida en que crece el número de graduados/as y se va acentuando la presión sobre las escasas oportunidades laborales.
PARA PENSAR ALGUNA SALIDA
Ante este estado de cosas, quizás podría resultar necesario enfocarse en la búsqueda de respuestas programáticas y estrategias metodológicas corriéndolas de opciones centradas en salidas individuales. En este sentido, las alternativas laborales clásicas de docencia, investigación, y servicios a terceros —entendidos como arqueología contractual— practicadas bajo parámetros academicistas, cientificistas y meritocráticos (véase ut infra) reproducen, por lo común, el modelo individual-individualista del trabajador/a libre que, sabemos, ha resultado sumamente funcional a la ‘neoliberalización’ de la sociedad. En este sentido, la idea de ‘colegios profesionales’ y asociaciones aparecen como un posible entramado de contención para profesionales jóvenes, pero sin poner en cuestión el modelo de profesional liberal7 (enmarcado en la noción del ‘trabajador/a libre’) que se transforma en una suerte de combate de necesidades por el que se terminan enfrentando ‘pobres contra pobres’. Para acercarnos a situaciones más favorables deberían explorarse otras estrategias de naturaleza colectiva que recojan un núcleo mínimo de intereses comunes con vistas a aumentar la trama de oportunidades mediante tácticas tendientes a fortalecer una red social de contención profesional. En este sentido, cabría esperar que se perfilen alianzas estratégicas de quienes están pugnando por una oportunidad laboral en distintos ámbitos, aunque previamente a ello, habrá que desmontar algunos conceptos y prácticas consuetudinarios.
Uno de los prejuicios que parece anidar en el derrotero profesional se expresa en el modo con que aceptamos las nominaciones para nuestro desempeño laboral, resultando poco frecuente pensarnos como ‘trabajadores/as de la arqueología’. Estas disquisiciones lingüísticas que, en apariencia puedan parecer marginales, las trascienden en su agencialidad para modificar realidades. Aprendemos de los debates actuales sobre el uso del lenguaje inclusivo que las juventudes, movilizando nuevos sentidos del lenguaje, tienen efectos significativos en la visibilización social para disputar representatividades. Entonces volvamos sobre la propuesta de concebirnos como ‘trabajadores/as de la arqueología’, incluso podría resultar pertinente trascender el encuadre de asociaciones y colegios profesionales si su sentido queda centralmente abroquelado en ser solo los encargados de guiar la conducta y lineamientos de la actividad profesional en una o más jurisdicciones determinadas. Aunque en nuestro país la alternativa de colegios pueda presentarse como un horizonte de acción conveniente, los modelos estatutarios consignan, de manera general, una veintena de deberes y obligaciones, en lo específico de la práctica, su marco de acción parece ceñirse a unas pocas funciones comunes encuadradas sobre el ejercicio de las profesiones liberales como, por ejemplo, establecer el monto de las cuotas de matriculación, regular honorarios profesionales, y, en menor medida, intervenir en aspectos éticos de mala praxis.
Sin embargo, en otras geografías existen alternativas de representación colectiva fundadas en procesos de sindicalización que nos parecen más convenientes para articular acciones tendientes a defender intereses laborales sobre una trama que anida en una conciencia de clase. Baste como ejemplo uno de esos casos, el del Sindicato General de Personal del Servicio Público de Arqueología de la Central General de Trabajadores (CGT) – Cultura de Francia (Figura 1).
Figura 1. A la izquierda los logos de distintas organizaciones profesionales de Francia. A la derecha una movilización del servicio público de arqueología.
Una alternativa que parece distanciarse sustancialmente de lo acontecido en nuestro medio local con colegios de alcance provincial (en Tucumán, y el de Catamarca en ciernes) y otras formas ‘corporativas’ de organización asociativas (v.g. Colegio de Graduados de Antropología, Sociedad Argentina de Antropología, Asociación de Arqueólogos Profesionales de la República Argentina, cooperativas, etc.). Buscando las razones que puedan estar detrás de esta divergencia de caminos de representación profesional, no parece que podamos hallarlas en diferencias estructurales profundas entre las historias de los movimientos sindicales de ambos países, ya que, en algún sentido hasta podrían ser analogables8. En cambio, pensamos que las diferencias quizás podrían estar relacionadas a una fórmula que conjuga la cantidad de trabajadores/as de la arqueología (‘científicos/as’ y ‘técnicos/as’) con su extracción de clase.
En Francia, para comienzos de este siglo (sensu Migeon, 2002), había 3.120 profesionales en el sector público entre el Institut National de Recherches Archéologiques Préventives (INRAP) dependiente del Ministerio de Cultura, el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) dependiente del Ministerio de Investigación, las universidades y otras dependencias estatales como, por ejemplo, el Ministerio de Asuntos Exteriores que también juega un papel importante a través de sus numerosas misiones arqueológicas en el extranjero (Duthoit 2022). Además, de varios cientos de profesionales que desarrollan sus prácticas en el sector privado donde se multiplicaron las empresas que brindan servicios de arqueología (Toledo i Mur, 1998, p. 12), sin contar los cientos de voluntarios/as que se vinculan a asociaciones arqueológicas, incluso con la posibilidad de percibir un salario con fondos estatales bajo el encuadre del servicio cívico. Para 2015 la arqueología convocaba a más de 4.000 profesionales, de los cuales más del 60% trabajaban en el sector público9, en este sentido podría decirse que la base social de la arqueología en Francia está fuertemente proletarizada. Concomitantemente el sindicato general que los/as nuclea está alineado en la defensa de trabajadores/as de la arqueología, con vistas a garantizar las mejores condiciones laborales en el ejercicio de las prácticas, regulando los estándares relativos a cuestiones de seguridad laboral, reducción de horas de trabajo frente a exposición de riesgo (Tufféry, 2019, p. 131; cf. Almansa Sánchez y Díaz de Liaño, 2019), adicionales salariales para quienes deban desplazarse por fuera del radio de residencia permanente, para limpieza de ropa, entre otras cuestiones. Actualmente, incluso se están debatiendo políticas fundadas en la ‘ética del cuidado’ en arqueología (Tufféry, 2019, pp. 134-135), y concomitantemente se realizan evaluaciones mediante encuestas sobre condiciones de trabajo (véase Laurent-Dehecq y Spiesser, 2023).
Claramente en nuestro país se aprecia un interregno entre distintos ámbitos laborales. Los/as arqueólogos/as que trabajan como docentes en instituciones estatales podrán tener representación laboral en gremios como la Federación Nacional de Docentes Universitarios (CONADU), por su parte quienes ocupen espacios en organismos científico-tecnológicos podrían estar representados por organizaciones sindicales de alcance nacional como Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) o Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN), mientras que los/as profesionales que trabajen, por ejemplo, en museos municipales podrán agremiarse en alguna organización de alcance local o regional. Claro que estas alternativas, en general, no llegan a atender todas las especificidades de quienes trabajan en arqueología. Quienes sean contratados/as directamente por empresas privadas podrán articularse como monotributistas en su carácter de profesionales libres, y quizás respaldados/as por algún colegio profesional, pero, por ejemplo, ¿qué pasará con los/as trabajadores/as arqueólogos/as subcontratados/as en empresas destinadas a brindar servicios arqueológicos? ¿quién los/as representará? Es casi seguro que quienes se encuentren en una situación de precarización laboral en el sector privado no van a estar protegidos/as y que, ante esta situación, los colegios no puedan proponer más que un mínimo de derechos (y que no por ello estarán garantizados…).
Frente a este escenario un tanto desolador, está siendo el momento de pensar otros caminos. Por ejemplo, enforcarse en analizar la posibilidad de una coordinación tendiente a una sinergia entre quienes poseen representación sindical y los colegios profesionales a fin de articular con quiénes tienen la responsabilidad de legislar, sea en ámbitos de jurisdicción nacional y/o provincial. Resultará imprescindible generar un entramado jurídico que, por un lado, imponga la obligación de velar por la integridad de los bienes comunes arqueológicos (‘patrimonio arqueológico’) en todas sus formas, dictaminando sobre la necesidad de contratar profesionales de la arqueología toda vez que haya que realizar movimientos de suelo o se produzca algún tipo de alteración destructiva no vinculada con su conocimiento. Por otro lado, se deberían instituir ciertos estándares de calidad profesional obligatorios para quienes sean responsables de realizar estudios bajo contrato (v.g. de impacto arqueológico). Esta necesidad obedece a que al encargar la intervención de un/a profesional para una actividad tan desregulada como actualmente está nuestra disciplina, y dado que las empresas contratistas, agentes estatales o quienes sean responsables de encargar el estudio, decidirán realizarlo ponderando solo la cuestión de costos, se puede entrar en una espiral ‘viciosa’ con propuestas que afecten la calidad del trabajo profesional y el resguardo de los bienes comunes arqueológicos. Finalmente, se deberá avanzar también en la regulación sobre condiciones laborales para garantizar que sean seguras y adecuadas para quien/es realice/n los trabajos arqueológicos.
En términos generales podría decirse que, en Argentina al menos hasta mediado de los años 80, la extracción de clase de una parte significativa de quienes accedían a los lugares más destacados en docencia e investigación en las filas de la arqueología provenían de la burguesía terrateniente, industrial y comercial, al que se sumaba un minoritario sector pequeño burgués (cf. Ribeiro y Giamakis, 2023)10. En concomitancia con el creciente aumento de profesionales en la disciplina, en los últimos decenios esta situación parece haber comenzado a cambiar. En este sentido, alguien podría suponer que estamos encaminándonos hacia un destino de sostenimiento supernumerario de profesionales consolidando un proceso de proletarización de los/as arqueólogos/as con oportunidades laborales estables como para absorber el incremento constante de graduados/as. Malas noticias, por ahora no parece que estén dadas las condiciones objetivas para avanzar en una dirección semejante, por el contrario, todo indica que se irán engrosando las filas de la economía informal y del desempleo.
Varios son los aspectos que están en el centro de las diferencias entre las realidades de ambos países. Alguien podría proyectar que, si en Francia que posee menos del 20% de extensión territorial que nuestro país hay aproximadamente 4.000 profesionales de la arqueología, en Argentina –‘juego de simulación’ mediante– necesitaríamos 20.000 profesionales. Claramente estamos muy lejos de acercarnos a una simulación estadística para la que debería ponderarse la cantidad de obras de infraestructura. Por el contrario, hay provincias en las que no hay profesionales radicados/as o son sumamente exiguos/as (como en general en la mayor parte del país). Mientras a todas claras estamos ante una carencia en relación con la necesidad y potencialidad de conocimiento arqueológico en los términos de la ASU que proponemos, igualmente cierto es que aún no están dadas las condiciones para sostener un plantel profesional creciente. Creemos que, en parte, ello puede obedecer a las particulares características del encuadre legal argentino sobre obligaciones respecto de la integridad y preservación de los bienes comunes arqueológicos. En Francia o España las leyes al respecto resultan muy estrictas, ante cualquier movimiento de suelos deben realizarse estudios de impacto/diagnóstico arqueológico, cualquiera sea la escala, incluida en ciertos casos la doméstica. En nuestro país, por lo común este tipo de estudios, con excepción de unos pocos distritos como, por ejemplo, el del Departamento Tafí del Valle en Tucumán (provincia donde funciona un colegio profesional), son solo encarados cuando compromete trabajos de infraestructura realizados por empresas que responden a estándares internacionales. También cuando dichas obras son impulsadas por algún organismo del estado nacional o provincial que resultan financiadas con fondos de organismos internacionales de crédito como el Banco Interamericano de Desarrollo, Banco Mundial, etc., quienes exigen estándares semejantes. Por el contrario, abundan casos en los que dichos estándares son ignorados en aras de otra ‘eficiencia’, una de corte administrativa para la cual el ambiente y los bienes comunes culturales resultan superfluos a una ponderación economicista estrecha. Claramente hay que ajustar el marco legal en la que resulte obligatorio que los estudios de impacto arqueológico sean realizados bajo estándares profesionales estrictamente regulados11 y, posteriormente, que se evalúen de manera efectiva las recomendaciones por una entidad de contralor científico.
Volviendo sobre la comparación que veníamos realizando, en Francia el marco legal para el resguardo de los bienes comunes no solo multiplica las oportunidades laborales en el sector privado, sino que exige que las distintas jurisdicciones estatales deban brindar servicios gratuitos para quienes no pueden costearlos y así cumplir con esta condición. Con el actual gobierno, nuestro país transita un bucle de retroceso respecto de los derechos; la reestructuración de las políticas públicas ha ocasionado una drástica reducción de los presupuestos con que se debería responder a las obligaciones estatales básicas como salud y educación (v.g. Ley Bases, vetos a las leyes de jubilaciones, financiamiento universitario, etc.). Simultáneamente, una reprimarización de la economía alineada sobre un modelo extractivista se ha encaminado a favorecer las ganancias empresariales minimizando los costos tributarios, ambientales y sociales (v.g. Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones). No es preciso ahondar que con el diseño político actual el escenario se ha tornado mucho más crítico como para afrontar los cambios que estamos proponiendo para que la práctica profesional quede mejor respaldada.
PARA EL FINAL
Es sumamente difícil negar los influjos de la situacionalidad que nos contiene. Los contextos de las prácticas y relaciones sociales que establecemos con todo tipo de entidades nos definen12, van a influir de múltiples maneras, incidiendo por lo menos en los significados que se asignan a los hechos y en la jerarquización de las situaciones-problema. En razón de lo cual diremos que el planteo comparativo que ensayamos con la realidad profesional francesa necesariamente nos invita a ponernos frente a varias reflexiones. Por ejemplo, podríamos empantanarnos en ideas básicas rechazando la propuesta, habida cuenta es un caso que no se ajusta a nuestra realidad histórica, y resulta alejada de nuestras posibilidades económicas, sobre las que se condicionan nuestras prioridades. Sin desoír ciertos aspectos de esta premisa diremos que también habrá que pensar desafíos colectivos para lograr derechos laborales robustos en la medida en que no están dadas las condiciones para mantenernos al margen de los condicionantes del sistema mundo (sensu Wallerstein, 2006) y la consecuente sujeción a la dinámica capitalista, (cf. Chibber, 2014). Se podrán pensar otras alternativas como, por ejemplo, algunas más radicalizadas que plantean dejar de hacer arqueología por su condición de práctica colonialista, pero el problema en tanto común (¿corporativo?) es colectivo y su salida seguramente tendría que serlo también.
Debemos reconocer que las dificultades a enfrentar tampoco son solo externas, por cuanto tendremos que encaminarnos hacia producir cambios profundos en nuestra práctica arqueológica. Comenzando por redefinir aspectos ideológicos de las prácticas profesionales que pongan en cuestión la ‘ideología de los/as especialistas’ (sensu Feyerabend, 1985, pp. 31, 148-149) que entroniza como modelo a imitar el de una ‘élite intelectual’. Entre estos cambios, tendremos que saber poner límites al ‘academicismo’ en tanto ideología que ordena prioridades jerarquizándolas en relación a un prestigio social construido sobre el monopolio de una verdad omnímoda. Complementariamente deberemos apartarnos del ‘cientificismo’ en el sentido crítico con que fue analizado por Varsavsky (1986, pp. 19-28). Concomitantemente tendrán que ser replanteados los parámetros centrados en la ‘meritocracia’ tan funcionales a los modelos neoliberales, y que en nuestro país fueron aceptados institucionalmente con la llegada del menemismo, entre categorizaciones de universidades, de ‘científicos/as’, índices de impacto, valoración de productividad, jerarquización de indexaciones y otros ‘Scopus’..., y que contribuyeron a cabalidad en consolidar carreras académicas bajo el recurso de ‘papers’ como mercancía científica13 (sensu Margulis, 1975; cf. Varsavsky, 1986, p. 25)14.
En estos momentos en los que el clima social de nuestro país muestra una tendencia hacia la derechización de la sociedad, donde abundan discursos individualistas sobre presuntas ventajas del emprendedurismo, una realidad cruzada por contradicciones en la que quienes poseen un trabajo formal perciben salarios que los/as mantienen por debajo de la línea de pobreza, en este contexto, quizás suene demasiado disruptivo un planteo dirigido a una acción mancomunada que construya un sentido de pertenencia de clase como colectivo de trabajadores/as de la arqueología.
Finalmente sostenemos que, posicionarnos como trabajadorxs arqueólogxs que reconocemos nuestra pertenencia de clase permitirá entender el contexto económico-social de sujeción para animarnos a ensayar alianzas estratégicas con otros sectores subalternos/subalternizados de la sociedad y, en este sentido, sumar fortalezas como ‘intelectuales orgánicos/as’ con otros sectores subalternos (Figura 2), contribuyendo a reducir el debilitamiento surgido de la atomización social. Si llegamos a proyectarnos por sobre las limitaciones de los esquemas individualistas, cabe la posibilidad de poder franquear las trampas del sistema superando enfrentamientos de pobres ‘contra pobres’. En cualquier caso, seguramente la mejor opción será, la de pares solidarios/as.
Figura 2. Escuela de Gobernanza Indígena en el centro de recepción e Interpretación del Museo Integral de Laguna Blanca (InIP-UNCA). Noviembre de 2016.
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1 Podemos encontrar ejemplos que llegan a sugerir el cruce de estas perspectivas en Funari, 2001; Salerno, 2013, etc.
2 Flannery opone dos perspectivas que bautiza de la Ley y el Orden y Serutan (a la cual adscribe) presentando las diferencias entre ellas incluidas las de tipo ético. Para la primera “(…) la arqueología debe ser convertida en relevante para los problemas del mundo actual” (Flannery, 1973, p. 51), por el contrario, el autor descree de ello mientras sostiene no estar convencido que la Nueva Arqueología “limpie nuestros barrios bajos, aun cuando la verdad mantiene a cantidad de jóvenes arqueólogos fuera de la calle” (op. cit., p. 52).
3 El afianzamiento de la corriente se vio entorpecido por la sincrónica irrupción de gobiernos dictatoriales incidiendo en una desigual correlación de fuerzas en perjuicio de quienes iban construyendo sus experiencias científicas sobre fundamentos marxistas, quedando expuestos a persecuciones de toda índole (baste como ejemplo el de José A. Pérez Gollán quien, participando de esta reunión, debió mantenerse en el anonimato). Una derivación a la que no podremos abocarnos por razones de extensión, referiría a la constitución de ciertos grupos de investigación que con ello salieron fortalecidos junto a determinadas corrientes teóricas, temáticas y estudios en determinados espacios geográficos.
4 Frecuentemente se asume para la ‘ciencia’ una normalidad fisicalista que supone una proyección universal de los fenómenos (véase sobre seguidismo/autonomismo científico Varsavsky, 1986, pp. 38-41). La validez de esta premisa se diluye en distintas aproximaciones científicas como para la biología o las ciencias sociales, razón por la cual se legitiman abordajes particulares de validez contextualizada.
5 “Una mayor relevancia significa una mayor rendición de cuentas, y ambos involucran a los investigadores en cuestiones sociales (y a veces en el activismo) que se encuentran mucho más allá del marco de un proyecto de ‘arqueología’ tradicional, ya sea que esto signifique ayudar a solidificar reclamos de tierras, detener un proyecto de desarrollo o encontrar apoyo para un centro comunitario o museo” (Hollowell y Nicholas, 2008, p. 73) [traducción propia].
6 En su expresión más acabada estaríamos ante una ‘sociedad de cuidado’ (cf. Tronto, 2020).
7 Según adhesión de la República Argentina a la Convención sobre el Ejercicio de Profesiones Liberales firmado en Montevideo en 1889.
8 Dejando de lado varios matices particulares, esquemáticamente señalaremos que la fundación de la CGT francesa data de finales del siglo XIX respondiendo a un ideario que entroncaba con el anarcosindicalismo. Posteriormente, en consonancia con la Revolución Rusa, se produce una escisión entre reformistas de tendencia socialista, y otra línea formada por comunistas y revolucionarios, aunque con la creación del Frente Popular en 1936 ambas líneas se reunifican (Urteaga, 2010). En nuestro país la CGT, fundada en 1930, también se vio cruzada por disputas entre líneas internas, entre sectores socialistas y sindicalistas revolucionarios; estas diferencias pronto cedieron lugar para unificarse apoyando a quien en 1943 ocupara la cartera del Ministerio de Trabajo, Juan Domingo Perón. Consecuentemente, casi de inmediato, la CGT se convirtió en la ‘columna vertebral del movimiento peronista’.
9 Algunos números van variando con los años, por ejemplo, Triboulot (2017) dice que en Francia trabajan 3.000 arqueólogxs, y que aproximadamente el 85% lo hace en diagnósticos y excavaciones de arqueología preventiva. Lamentablemente para Argentina no se disponen de datos equivalentes, lo cual parece que, quizás, sea parte del contexto/problema.
10 Ensayar explicaciones sobre motivos que lo habrían originado exigiría otro tratamiento específico, solo diremos que para la elección de una carrera/oficio, donde las salidas laborales son escasas y poco aseguradas, la presión social/familiar termina incidiendo.
11 El cambio sobre legislación deberá alcanzar la (anticonstitucional) Ley Nº25.743 que, aunque fue sancionada el 26/VI/2003, su contexto de alumbramiento neoliberal tiende a garantizar derechos de propiedad individual mientras elude referirse a derechos de pueblos indígenas. Su espíritu regresivo ni siquiera recoge los avances de la reforma constitucional de 1994 (Artículo Nº75 inciso 17).
12 En la medida en que el hombre es el conjunto de sus relaciones sociales (Marx, 1985, p. 35; sexta tesis sobre Feuerbach).
13 Una referencia que, incluso, es expresada de manera programática con la propuesta de Moshenska (2009) y el debate suscitado en la revista Present Pasts [2009, 1; 2011, 3(2)] del que participaron varios/as autores/as.
14 Carreras empujadas para dar con elevados estándares de productividad quedan signadas por trabajo a destajo y una auto-explotación extrema, sostenidos por la exacerbación de parámetros de rendimiento fundados en una ideología de “virilidad social” (Tufféry, 2019, p. 131; véase también González, 2000, p. 19); sumado a prácticas laborales de trabajo no remunerado sostenidas en una falsa conciencia (Mehring 2023, p. 121) que emplea eufemismos como ‘voluntariado’ y prácticas ‘por el honor’ (Ad Honorem).